Érase una vez una hermosa y bondadosa joven llamada Cenicienta, a quien su cruel madrastra y sus dos hermanastras obligaban a ocuparse de las labores más duras del palacio, como si fuera la última de las criadas. Sucedió que el hijo del Rey celebró un gran baile. Cenicienta ayudó a sus egoístas hermanastras a vestirse y peinarse para la fiesta. Cuando se hubieron marchado, la pobre niña se echó a llorar amargamente porque también le hubiera gustado ir al baile del Príncipe. Pero he aquí que se le apareció su hada madrina, hizo una carroza con una calabaza, convirtió seis ratoncitos en otros tantos caballos, una rata en un grueso cochero, y seis lagartos en elegantes lacayos. Después tocó a Cenicienta con su varita mágica y sus harapos se convirtieron en vestidos resplandecientes, y sus alpargatas en preciosos zapatitos de cristal. Pero le advirtió que, al filo de la medianoche, todo volvería a su realidad. Cuando llegó a la fiesta, su radiante belleza causó asombro y admiración. El Príncipe no se apartó de ella ni un solo instante. Poco antes de la doce, Cenicienta hizo una graciosa reverencia y se retiró. Al día siguiente seguían los festejos principescos y todo se repitió de igual manera que la víspera. Pero la pobre Cenicienta, tan feliz con su Príncipe, casi olvida que a las doce terminaba el hechizo.